martes, 12 de octubre de 2010

Curso de Francés, Volumen 2

Ya saliendo a la calle, se desabrocha, acomoda y reajusta el piloto color caqui. Revisa entre tantos bolsillos para sacar un Phillip Morris, todo arrugado y con la apariencia de ser más una vibora que un rollo de tabaco, petróleo y papel.

Mira el cielo y como de costumbre - apegada por ella - pone una cara de inteligente, de deducción astral o climatológica, mientras prende ese cigarro y deja que el humo invada sus pulmones. "Así se sentirá la muerte en el agua che - se dice - debe ser esa sensacion lenta de llenarte de toxinas los pulmones, pero aún así inevitable... Malditos vicios, vice de merde" Replicó a su conciencia, como si esa conclusión fuera a terminar el debate.

No obstante, la calle tenía otros planes. Su cambio de la vereda al costado de la calle (de la rutina al riesgo, entre los autos estacionados y los impulsados por inercia mecánica, etzetera etsetera.) involucró que ese día tomara un significado especial por el resto de sus días.

No fue cliché, ni cursilería francesa a la hora de hacer peliculas románticas, dado que el único ser viviente en esa calle, ese día, a esa hora (y porqué no, en esa dimensión) era él. Él y un mísero cigarrillo, ya asqueroso debido a la humedad del clima, y la suelas (zuelas) de sus zapatos llenos de rencor consigo mismo, por poder ser tan predicador de la gente, por poder esperar siempre lo peor y de las formas más bizarras, conseguirlo.

Pasaba una señora en bicicleta, una vieja en una bici-vieja. No se escuchaba nada en la cuadra, solo el rechinar del manubrio de la bici-vieja, o de la cadena, o quizás de las rodillas de la vieja misma. "Pensá en otra cosa, antes de empezar a verte como un viejo atado a un triciclo de madera"

Entonces hizo eso. Catapultó con el dedo mayor e indice el cadaver del Phillip y atinó a una boca-calle. Satisfacción personal, un poco mayor que cuando se clava un clavo derecho a la primera. Y para evitar recaer en malas memorias viejas, fue a parar voluntariamente en memorias de viejas malas.

Y contaba, que era un hombre que tocaba blues, con una guitarra a falta de su bajo. Un hombre que tocaba blues, con tristeza a falta de buena fortuna en su vida. Áquel elixir de héroes y frágiles le ablandaba el corazon, le rompía las paredes y dejaba que el llanto fluyera.

Siempre pasaba eso, y para peores males, su soledad era completada por la ignorancia del resto, dandole un dejo de tristeza-y-desesperación a sus borracheras. Borracheras que luego se hacían llantos de infante en las noches de silencio, para después convertirse en improvisaciones mágicas, con notas tan melancolicas como profundas, las cuales daban a sentir electricidades por todo el cuerpo. 40 minutos de improvisaciones lastimosas y peligrosas para los oyentes que culminaban en un silencio sublime, el cual cedía paso a la madera de la caja golpeando el piso en forma suave y más llantos, más bebidas, más desmayos, y así sucesivamente.

Ese día marcó su vida. Habíase pensado tanto en las palabras de una de sus amantes ya pasadas pero no del todo olvidadas, quien hablaba de que una imagen vale más que mil palabras. Y así fue, una foto, le permitió un mundo. Construir - o deducir, quizás redescubrir - dos vidas, quizás tres.

Una vida vieja, una vida triste, una vida divina, y quizás un par más.

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